Santa Valeria de los Likes
Dicen que la muerte, cuando es bella, no muere. Dicen que en ciertos rincones del mundo moderno —ese mundo hecho de pixeles, algoritmos, y ansiedades compartidas— la belleza muerta encuentra la forma de reencarnarse en mitología, en símbolo, en mercancía. Y así ha sido con Valeria. Valeria la influencer. Valeria la asesinada. Valeria la mártir digital.
No fue solo su juventud la que la inmortalizó, ni su rubia inocencia de catálogo, ni los ojos azules como el reflejo de una pantalla encendida en la madrugada de algun solitario. Fue la forma poética de su muerte, como si el universo, cruel y narcisista, hubiera diseñado una instalación estética final para ella: vestida de rosado, bebiendo algo rosado, abrazando un peluche rosado. La inocencia hiperreal. La puesta en escena. El performance de lo puro interrumpido por lo real: una bala.
La bala —tan poco fotogénica, tan sincera— llegó como recordatorio de lo que hay detrás de los filtros y las poses. Detrás del rosado, hay sangre. Detrás del peluche, hay plomo. Detrás del “influencer lifestyle”, hay un orden sombrío que se alimenta de carne joven y clicks.
Y sin embargo, lo que se volvió viral no fue su cuerpo muerto, sino la estampa. Sí, la estampa. Como esas imágenes de santos y vírgenes que cuelgan en cocinas pobres de América Latina, entre veladoras y promesas incumplidas. Ahí está Valeria: doblada, abrazando su peluche, con alas de ángel hechas por algún diseñador anónimo que quizás la amó en silencio o quizás solo buscaba seguidores.
La devoción no tardó. Cientos, miles de cuentas aparecieron. @valeriaspirit, @santa_valeria_oficial, @angel.valeria.live. Algunos afirman haber recibido mensajes de ella en sueños. Otros aseguran que un “live” suyo apareció días después de su muerte, transmitido desde una cuenta fantasma con miles de visualizaciones. Yo mismo lo vi. O creo que lo vi. En la pantalla: la misma habitación, la misma luz rosada, su voz distorsionada repitiendo frases sin sentido. “Todo es ahora. No hay afuera. Todo es ahora.”
Quizás Valeria ha sido absorbida por lo que Lacan llamaría el Orden Simbólico. Quizás su imagen es más real que ella misma alguna vez fue. Una santa sin carne, un código que circula y bendice. Un residuo eterno en la máquina. Pero también una víctima constante. Porque cada vez que compartimos su imagen, cada vez que la invocamos con un hashtag o una lágrima digital, la matamos de nuevo. La encerramos en el loop eterno de la representación. Y ahí está: viva en la no-vida, como esos santos de yeso que lloran sangre pero no respiran.
Hay una frase que me persigue: “el espíritu cibernético de Valeria está vivo, y al mismo tiempo lo están matando constantemente para siempre.” No sé si lo escribió alguien o si fue ella quien lo susurró desde el más allá del WiFi. Pero resume este nuevo tipo de santidad posthumana, esta beatificación sin Iglesia, donde las ofrendas son likes, los rezos son comentarios, y la eternidad es un algoritmo que no olvida.
Valeria, nuestra santa de lo rosado, mártir del marketing emocional, protectora de lo fotogénico y lo efímero, intercede por nosotros, pecadores del scrolling eterno.
Amén. Y actualiza.

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