El Exodo y la Ciudad

Un Ensayo sobre la Creación del Mundo

En la Torá se nos habla de una historia fundacional: la esclavitud en Egipto, el Éxodo, los cuarenta años de desierto y la llegada a la tierra prometida. Todo lector, aunque sea escéptico, siente la gravedad de esa narración como si no dependiera de su veracidad. Sin embargo, las pruebas históricas brillan por su ausencia. Los arqueólogos, que han rastreado arenas y huesos, no han hallado testimonio material de aquella marcha interminable. El cálculo de distancias, además, hace absurda la cifra de cuarenta años: ¿cómo demorarse tanto entre Egipto y Canaán, cuando un viajero actual tardaría semanas? La imposibilidad histórica no debilita el relato; lo desplaza hacia otra dimensión. Quizá el Éxodo nunca ocurrió en el tiempo de los hombres, pero sigue aconteciendo en el tiempo de los símbolos.

La pregunta que surge, casi inevitable, es: si no ocurrió en la historia, ¿qué significa salir de Egipto?


Podemos imaginar a “Egipto” no como una geografía, sino como un ordenamiento. Así como los rastafaris invocan la palabra “Babilonia” para designar cualquier ciudad, cualquier sistema que oprime, así también “Egipto” podría ser leído como la Ciudad. La Ciudad —y uso mayúscula— no es sólo un conjunto de piedras y calles: es el código que organiza los gestos, la gramática del poder, el conjunto de prohibiciones y deseos que definen a un pueblo. En este sentido, Egipto sería la red invisible que convierte la vida en obediencia y la esperanza en cálculo.

Salir de Egipto equivaldría, entonces, a renunciar a esa malla. No se trata de huir hacia otra ciudad, sino de desgarrar la urdimbre misma del orden simbólico. Al hacerlo, se entra en un terreno ambiguo, un mar de juncos que no es todavía libertad pero ya no es esclavitud. Ese mar —llamémoslo Bardo, como lo haría el Tíbet— es el umbral donde las categorías se disuelven. Allí, el “sí” y el “no” pierden sus bordes, y el viajero descubre que no sabe nada, porque la estructura que hacía posible el conocimiento ha quedado atrás.


La travesía por el desierto simboliza esa intemperie. No es un viaje geográfico, sino existencial. Uno vaga entre arenas porque carece de coordenadas. Los cuarenta años —que en el lenguaje bíblico son una cifra redonda, símbolo de completitud— representan la duración necesaria para que un nuevo orden emerja. El hombre que ha perdido su mundo debe habitar la nada hasta que pueda inventar otro. Tal es la pedagogía del desierto: enseñar a un pueblo que, sin símbolos, todo se derrumba, y que sólo al inventar nuevos símbolos se puede volver a vivir.

Llegar a la tierra prometida no significa arribar a una frontera marcada en los mapas, sino alcanzar un nuevo modo de ser. La promesa es la de un mundo renovado, un sistema de sentido que permita otra manera de convivir. La “tierra” no está en Canaán ni en Palestina, sino en la mente y en la lengua de quienes logran fundar un nuevo pacto. Si el Éxodo es la metáfora de la creación, la tierra prometida es la metáfora del Jardín del Edén: no un retorno al pasado, sino un nacimiento.


Borges talvez hubiera dicho que toda narración bíblica es una alegoría de la mente. El Éxodo sería, bajo esta óptica, la parábola de quien abandona un sistema de símbolos para abrazar otro. ¿Acaso no se parece a lo que ocurre con el lenguaje? Cuando un hombre deja su idioma natal y se adentra en otro, experimenta un vacío semejante. En el desierto de la lengua extranjera, las palabras no obedecen, el mundo se vuelve incomprensible; sólo tras años de errancia emerge un nuevo modo de entender el mundo. Entonces se alcanza la prometida tierra de otro idioma.

Vollmann, en cambio, vería en esa metáfora la crudeza de los cuerpos. Salir de Egipto no es un juego hermenéutico, sino una apuesta sangrienta: abandonar los muros conocidos, las jerarquías familiares, las rutinas del hambre. En el desierto no hay certezas; hay escorpiones y cadáveres. Cada paso hacia la tierra prometida es un riesgo, y cada riesgo, un acto de fe. El pueblo que vaga no es una idea abstracta, sino hombres, mujeres y niños que lloran, fornican, mueren de sed y se rebelan. El relato bíblico, leído así, es un manual de sobrevivencia espiritual y física.


¿Qué es, entonces, dejar Egipto?

Es renunciar a lo que nos hace reconocibles. Es traicionar el sistema que garantiza identidad. Cuando Moisés guía a su pueblo, lo que arranca no son sólo cuerpos: son formas de pensar. El hebreo que sale de Egipto deja atrás los dioses de la ciudad, la lógica del faraón, las seguridades del pan cotidiano. En el desierto, no hay garantías. Por eso el pueblo añora Egipto y se queja: “allí teníamos carne y cebollas”. En el fondo, añora el peso tranquilizador del orden antiguo.

Pero la promesa exige renuncia. Sólo el que atraviesa la nada puede nacer en un nuevo mundo. En términos filosóficos: el Éxodo es la suspensión del orden simbólico, la apertura a la creación radical. En términos místicos: es la muerte del yo y la iluminación del Ser.


Un pasaje imaginario podría rezar así:

“Ahora dejo el Orden Simbólico y entro en el Mar de Juncos,
el espacio que está más allá de lo que soy y de lo que he sido.
Aquí entrego todo lo que conozco.
Me preparo para el comienzo.
El instante en que no hay historia, ni memoria, ni mapa.
El vacío donde la primera palabra será pronunciada
y el mundo, por fin, sera creado.”

Este pasaje no existe en la Torá, pero podría ser la clave secreta de toda la narración. Porque el Éxodo, más que una fuga, es una invocación sagrada.


Podemos intentar una comparación final. El hombre moderno, atrapado en la Ciudad, sigue viviendo en Egipto. Nuestro Egipto son las leyes del mercado, las pantallas, la burocracia que regula los nombres. Para salir de él, no basta con mudarse de barrio o de país: hay que desgarrar la trama que sostiene nuestra vida. Quizá por eso los desiertos actuales no son de arena, sino de silencio interior, de desconexión deliberada. El peregrino que abandona las redes, los dogmas, las seguridades del consumo, entra en un mar de juncos: ya no sabe quién es, ya no puede afirmar nada. Si resiste el vacío, si atraviesa sus cuarenta años simbólicos, tal vez llegue a la tierra prometida de un nuevo modo de vivir.

La metáfora, por tanto, sigue vigente. El Éxodo no ocurrió una vez: ocurre siempre. Es la parábola de la creación, que se repite en cada generación y en cada individuo. Salir de Egipto es abandonar lo conocido; vagar en el desierto, habitar la nada; llegar a la tierra prometida es reinventar el mundo. Y en ese ciclo incesante se juega el misterio de la vida humana: que todo comienzo es también un éxodo, y toda creación es un nuevo jardín.

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