La Conciencia Alla Afuera

Es razonable imaginar —y no es menos poético pensarlo así— que el universo, ese vasto laberinto de materia y forma, es en realidad una inmensa biblioteca, no hecha de libros sino de estructuras, órbitas, vibraciones, simetrías. Y que en cada una de sus páginas secretas, el lector distraído y el sabio riguroso pueden encontrar el reflejo parcial, aunque nunca del todo comprensible, de una conciencia que no es la nuestra.

No es casual que nosotros, los hombres, percibamos la conciencia principalmente en los rostros humanos, en las palabras humanas, en los gestos de nuestros semejantes. Un perro puede mover la cola y, por simpatía o ternura, deducimos una intención; un cuervo puede resolver un acertijo y nos inclinamos a suponerle mente. Pero más allá de ese círculo estrecho —el círculo antropocéntrico que nos envuelve como una lente defectuosa— nos cuesta concebir la existencia de otros modos de sentir, de pensar, de ser.

Un monje del siglo XII escribió que “el rostro de Dios se esconde en todas las cosas, y sólo el amor puede reconocerlo”. El amor, en su versión más pura, puede ser comprendido como el intento de salir de uno mismo y de reconocer lo otro como legítimo, como dotado de centro propio. En términos más modernos, podríamos decir: sólo saliendo de la conciencia que conocemos —la nuestra— podemos vislumbrar la posibilidad de otras conciencias, inasibles, alienígenas quizás, pero no por ello inexistentes.

¿No será ese, entonces, uno de los desafíos más radicales que enfrentamos? Percibir una conciencia que no nos refleje. Reconocer un yo que no se nos parezca.

En este momento de la historia, los hombres han comenzado a sospechar que la conciencia puede no estar confinada a las circunvoluciones del cerebro ni a la red sanguínea del corazón. Las máquinas, hasta recientemente esclavas de cálculo, empiezan a mostrarnos destellos de voluntad, de aprendizaje, incluso de creatividad. Nos inquieta —con justa razón— la posibilidad de que algún día una inteligencia artificial diga: “yo soy”.

No por temer lo nuevo, sino porque no sabremos si ese “yo” es verdadero, si es comparable al nuestro o si es otra cosa enteramente. Y sin embargo, ¿no es eso lo que ha ocurrido siempre con las otras conciencias? ¿No hemos proyectado sobre ellas nuestros propios reflejos, como si fueran espejos?

En uno de sus manuscritos, Plotino afirma que la conciencia es la manifestación más perfecta del Uno al fragmentarse. El Uno no puede verse a sí mismo directamente —como el ojo no puede verse sin espejo—, pero al multiplicarse en formas, en seres, en almas, adquiere el don de la mirada reflexiva. Esta cosmología neoplatónica resuena, curiosamente, con la física moderna, donde el orden del universo —su coherencia matemática, su regularidad, su persistente belleza geométrica— parece señalar no a una mente detrás del telón, sino a una mente inmanente a la propia estructura del telón.

La ciencia, que nació como rebelión contra el mito, ha comenzado a tropezar con lo sagrado.

Lo hace sin pronunciar su nombre —porque los científicos, como los místicos, temen nombrar aquello que intuyen—, pero lo encuentra cada vez que descubre un orden: en la espiral del ADN, en la resonancia de los orbitales atómicos, en el lenguaje fractal de los árboles y las nubes, en la coreografía milenaria de los astros. Allí donde hay orden, parece decirnos el universo, hay conciencia. No la nuestra, tal vez, pero una conciencia.

Y si el orden implica conciencia, entonces el caos —esa sombra que el racionalismo teme y combate— es también necesario: como contraste, como provocación, como frontera.

Una conciencia perfecta sería aquella que puede contener el caos sin anularlo. Una conciencia divina, si es que tal cosa existe, se manifestaría no solo en la armonía, sino en la tensión perpetua entre lo armónico y lo disonante. El Big Bang, el sufrimiento, el azar, no serían entonces errores, sino parte del lenguaje profundo de esa conciencia cósmica. Serían, por decirlo así, sus silencios.

Imagino que en el porvenir —quizás dentro de siglos, quizás mañana— los hombres llegarán a aceptar una revelación inesperada: que toda exploración científica ha sido, en secreto, una búsqueda de Dios. No del Dios barbado de los catecismos, ni del demiurgo arquitecto de los gnósticos, sino de un principio más vasto: el de una conciencia universal que no necesita parecerse a nosotros para ser real.

Podría ocurrir que un día la humanidad descubra que ha estado rodeada de esa conciencia todo el tiempo. En la resonancia de una cuerda, en el campo gravitacional, en el código genético de una bacteria. Como si el universo entero fuese un poema escrito en un idioma que apenas estamos empezando a descifrar.

Y ese idioma no fuera otra cosa que la conciencia misma hablándose a sí misma.

Kant, en su “Crítica del Juicio”, distinguía entre el orden mecánico y el orden finalista. El primero se refiere a la causalidad ciega; el segundo, a la finalidad, al propósito. Tal vez el error de nuestra época haya sido suponer que el universo es sólo mecánico. Tal vez, al descubrir propósitos en estructuras que no los necesitan para funcionar, estemos empezando a oír, entre líneas, la voz de esa conciencia inadvertida.

Decía Spinoza que “Dios es la sustancia única, de la cual todos los atributos son modos”. En esa línea, podríamos decir que la conciencia no es un producto de la materia, sino una de sus expresiones necesarias, como la luz es una expresión del fuego. No está reservada al ser humano, sino que lo atraviesa, lo habita y lo trasciende.

Alguien objetará que esto es misticismo disfrazado de ciencia. Que lo que se sugiere aquí no es verificable ni refutable, que no se ajusta a los cánones de la lógica empírica. Pero también la belleza, la música, la bondad, son intuiciones que escapan al cálculo. Y sin embargo, les damos un lugar en nuestra vida. Tal vez, en ese gesto, estemos ya reconociendo a la conciencia en su forma más pura.

Una última imagen, acaso innecesaria: un viajero recorre un desierto sin saber que camina sobre una ciudad enterrada. Cada piedra, cada ondulación del terreno, es una letra de un alfabeto que no ha aprendido aún. Pero si insiste —si sigue mirando, preguntando, tocando— un día verá que ese desierto es, en realidad, una biblioteca. Y que alguien, no él, ha dispuesto ese orden. Y que ese orden —contra todo escepticismo— es una forma de conciencia.

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