El Espejo de las Verdades

 

 Se cuenta que en los sótanos del Museo de la Tolerancia en alguna ciudad imposible del Medio Oriente—no Jerusalén, no El Cairo, pero una ciudad que sueña ser ambas—existe un manuscrito sin autor ni fecha, pero con un título que ningún lector ha olvidado: El Espejo de las Verdades. Dicen que quien lo abre, no encuentra una doctrina, sino un mapa, o más bien un juego de espejos: uno que muestra la verdad como una sola luz, nítida, dura como un diamante; otro que la multiplica hasta el vértigo, volviéndola una danza de reflejos, todos posibles, todos falsos, todos verdaderos.

Este manuscrito (si es que existe) no fue escrito para enseñar, sino para advertir. Advierte contra los que proclaman que hay una sola verdad, y también contra los que se empeñan en negar toda posibilidad de una sola verdad. En ambos casos, nos dice, no se trata de ontología ni de ética, sino de una necesidad. Una necesidad secreta.

Los primeros, los monoteístas de la lógica, los adoradores del Uno, nos dicen que el Bien y el Mal existen, que hay un sentido claro, una dirección, una ley superior. A veces citan a Platón, otras veces al Evangelio de Juan, otras al Comité Central del Partido. ¿Por qué necesitan eso? ¿Qué miedo están tratando de aplacar? El manuscrito sugiere una respuesta: lo hacen porque han sentido el vértigo del caos, la indiferencia de los astros, el abismo de una existencia sin centro. Han tocado con el pensamiento la posibilidad de que todo sea relativo, y se han espantado. Entonces erigen un altar, y en él depositan una Verdad. No importa cuál: la palabra de Dios, el imperativo categórico, el progreso histórico. Lo esencial no es el contenido de esa verdad, sino su forma: que sea Una, que sea Fija, que no permita vacilaciones. Su fe no es tanto en lo verdadero, sino en lo sólido.

Pero también están los otros. Los hijos de Heráclito, los discípulos del humo y del agua. Ellos, con la misma vehemencia, afirman lo contrario: que no hay una sola verdad, que todo depende del ángulo, del lenguaje, del deseo. Que toda afirmación absoluta es sospechosa, opresiva, violenta. ¿Por qué ese afán de disolver lo firme? ¿Qué buscan con esa fuga hacia lo múltiple? El manuscrito, siempre elusivo, sugiere que también ellos temen. Temen que alguien imponga una forma, una narrativa, una moral. Temen ser absorbidos por la máquina de lo unívoco, borrados por una doctrina. Su defensa del caos es también una necesidad: proteger el espacio para moverse, para flotar. Su libertad no es tanto política o estética, sino ontológica.

Borges, que una vez soñó un Aleph donde todos los puntos del universo eran visibles, tal vez habría simpatizado con ambos extremos. Pero también habría percibido su simetría secreta. El que proclama una sola verdad y el que la niega absolutamente, están unidos por una misma angustia: la necesidad de un marco. Uno lo erige, el otro lo dinamita, pero ambos dependen de él. La paradoja es que ambos creen estar luchando por la verdad, cuando en realidad están defendiéndose del miedo.

Y entonces el manuscrito propone una última mirada. No pregunta qué verdad es cierta, ni si existe una verdad única, sino: ¿para qué se afirma esa verdad? ¿Qué se quiere proteger, evitar, lograr con esa afirmación?

Esta pregunta es, en cierto modo, una trampa. Porque desplaza el problema del ser al de la función. Ya no interesa tanto si una idea es verdadera, sino a qué responde. ¿Qué herida busca cubrir? ¿Qué catástrofe prevenir?

Así, el dogmático que cree en una sola moral quizá está intentando preservar una infancia destruida por el caos. El relativista que lo niega todo, quizás está luchando contra una autoridad paterna que le impuso una verdad sin réplica. Ambos están marcados no por la lógica, sino por la biografía.

En su Teología de las Sombras, un autor persa del siglo X escribió: “Toda verdad que se proclama absoluta es un deseo disfrazado. Y toda negación absoluta es también un deseo.” A lo que su discípulo, siglos más tarde, respondió: “Entonces deseemos, pero sin fingir que no deseamos.”

No es casual que en el manuscrito del Museo se repita esta idea con leves variaciones, como un leitmotiv: que la verdad, al final, no es una cosa, sino un espejo. Y lo que vemos en él no es el universo, sino nuestra postura ante él. Algunos necesitan un reflejo claro, fijo, sin distorsiones. Otros prefieren el espejo roto, el juego de formas imposibles, el caleidoscopio. Lo que importa no es el espejo, sino el gesto de quien lo elige.

Tal vez (aventura el manuscrito en su última página, que algunos aseguran desaparece después de ser leída) el verdadero sabio no es quien define la verdad, sino quien reconoce la necesidad que lo empuja a hacerlo.

Y así, con esa ambigüedad final, el texto se cierra. O se abre. Como todo espejo. 

Como toda verdad.

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