El Laberinto de la Libertad
Se dice que a principios del siglo V, un teólogo menor de Alejandría compuso un tratado, hoy perdido, titulado Sobre la libertad del engañado. En él propuso una paradoja inquietante: que un hombre que elige libremente una ilusión no está menos prisionero que aquel que es obligado a aceptar una verdad. La herejía de esta idea no residía en su lógica, sino en su implicación: que bajo el espejo del libre albedrío humano se abre un abismo de manipulación, tan sutil e intrincado que acaso sea indistinguible de la voluntad.
Pienso con frecuencia en este alejandrino y en su pergamino olvidado cuando contemplo el aparente conflicto entre el “libre albedrío” y lo que los modernos llaman “propaganda”. La noción de que un hombre elige libremente parte del supuesto de que sus deseos, valores y percepciones le pertenecen. Pero ¿y si la misma estructura de sus deseos ha sido modelada por otro—un estafador, un líder de secta, o un Estado con vastas maquinarias de persuasión? ¿Sabe acaso la mano que gira la llave que también forjó la cerradura?
Consideremos la elección democrática, ese rito sagrado por excelencia de la era moderna. Aquí se nos presenta la imagen de la libertad: ciudadanos diversos y autónomos, eligiendo a sus líderes mediante una decisión informada. Pero ¿y si la información que reciben ha sido filtrada, esculpida y adornada? Si un poder extranjero—llamémoslo innombrable, por amor a la alegoría—invierta en anuncios sutiles y narrativas enmascaradas, inclinando el sentir con algoritmos silenciosos, ¿es aún la voluntad del pueblo verdaderamente suya? La papeleta, en tales condiciones, deja de ser una expresión de libertad para convertirse en un acto de ventriloquia de fuerzas invisibles.
La respuesta clásica a este problema ha sido siempre la educación—que por medio de ella, el ciudadano pueda volverse impermeable al engaño. Pero el genio del propagandista reside en su capacidad para convertir la verdad misma en arma. Los hechos se seleccionan, se ordenan y se dramatizan no para informar, sino para sugerir. La razón se convierte en sirvienta del sentimiento. En tal mundo, sentirse libre es, quizás, la última trampa.
Existe, entonces, un línaje sombrío: el estafador, el líder de secta, el propagandista. Cada uno ofrece un regalo, y al aceptarlo, la víctima—que se cree un sujeto soberano—entra en un laberinto del cual puede que no haya salida. El líder de secta ofrece revelación, el estafador ofrece riqueza, el propagandista ofrece pertenencia o miedo. Cada oferta no se adapta al bien objetivo, sino a la arquitectura secreta del anhelo del destinatario.
Prohibir a tales figuras podría parecer una solución, pero entonces surge la paradoja del tirano: ¿puede alguien suprimir la coerción sin convertirse él mismo en un dictador? Si el Estado prohíbe la manipulación, ¿quién define entonces qué cuenta como manipulación? La serpiente se devora la cola. Para evitar que el pueblo sea engañado, ¿debemos primero suponer que es incapaz de guiarse por sí mismo?
Sospecho que no hay resolución—solo una profundización del enigma. Podría argumentarse que toda influencia es una forma de coerción, que existir en sociedad es nadar en un mar de lenguaje, valores y mitologías prestadas. Si esto es cierto, entonces la libertad no es una condición sino un gradiente, un fantasma que perseguimos a través de espejos.
En uno de los evangelios apócrifos, se dice que Cristo susurró a Judas: “Eres libre de traicionarme, y por eso debes hacerlo.” No sé si esta frase es auténtica o inventada, pero siento que encierra la esencia de nuestro dilema: que el acto de elegir, en presencia de la manipulación, no es completamente libre ni enteramente forzado. Es un acertijo transmitido de generación en generación—una herencia no de respuestas, sino de duda.
Y quizás eso, también, sea una forma de libertad.

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